El cerebro adicto

Pregunta. ¿Qué le sucede a un cerebro adicto?

Respuesta. En realidad es muy simple. El cerebro está diseñado para aprender lo que le da una recompensa natural y sana. Cuando hay algo que nos aumenta la posibilidad de supervivencia, se libera un poco de dopamina, aprendemos de la experiencia y estamos mejor pertrechados para la próxima. Es un mecanismo muy delicado, que funciona como cualquier termostato, entre valores mínimos y máximos. Es lo que la evolución diseñó: ese termostato regulado por la dopamina, que es lo que regula el aprendizaje por la recompensa. Ahora bien, en el mundo moderno, hay cosas que pueden tergiversar el termostato y llevar esos valores de liberación de dopamina con la recompensa a niveles para los que no está diseñado. Digamos, si el sexo te lleva la dopamina de 1 a 10, la metanfetamina la lleva a mil. Pero el cerebro no está diseñado para eso y si das metanfetamina 10 veces, el termostato se puede romper y lo único que le da recompensa en ese caso sería la metanfetamina. El cerebro se adapta a eso y ese aprendizaje artificial es la adicción.

Las adicciones secuestran el cerebro, lo someten hasta hacerlo claudicar en las necesidades más básicas. Incluso comer y beber, imprescindibles para la vida, dejan de ser prioritarios. Pero esa sustancia o comportamiento que genera tal disfunción cerebral acostumbra a ser apenas el síntoma de un fenómeno más profundo. La punta del iceberg de un complejo entramado de vulnerabilidad y mala salud mental, conviene Rubén Baler, científico experto en salud pública y neurociencia de las adicciones del Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas de Estados Unidos (NIDA): “Nos tiene que preocupar lo importante, no solo lo urgente”, advierte el neurocientífico.

Baler (Buenos Aires, 64 años) conoce de primera mano las dimensiones de la crisis sanitaria. Trabaja en ello. Y quizás precisamente por eso, eleva el foco de atención más allá de las cifras grotescas. No es la sustancia, sino el fenómeno que hay detrás. La clave, asegura, son las manos e intereses más o menos ocultos que manejan los hilos de las dinámicas nocivas para la salud pública. Desde el alcohol y el tabaco hasta la comida basura o los contenidos digitales en redes sociales, “hay fuerzas cada vez más poderosas que tienen interés en que estos productos sean cada vez más adictivos y populares”, avisa el neurocientífico, que la semana pasada visitó Palma de Mallorca para participar en el congreso conjunto que celebraron la Sociedad Española de Patología Dual y la Asociación Mundial de Patología Dual.

P. ¿Qué diferencias hay cuando expones el cerebro de un adulto o de un adolescente a esas sustancias nocivas?

R. El cerebro adolescente se está programando, está cambiando de forma muy plástica, rápida y dinámica. Todos esos cambios van programando los circuitos para prepararlos para la vida. Esa programación es como estar corriendo; y cualquier empujoncito puede hacernos caer, tergiversar la calidad de esa programación y llevarla por una trayectoria no sana, dañina. Las drogas pueden corromper de forma muy efectiva la calidad de la programación.

P. ¿Y en qué se concreta eso? ¿Cuáles son los mayores riesgos?

R. Uno de los ejemplos más patente es el tema de la pornografía bizarra o rara. En los adultos, su cerebro está desarrollado y tiene la capacidad de entender que, si bien las imágenes son raras, no son normales o normativas y que difícilmente lleven a una recompensa sana o perdurable. Un chico de 12, 13 o 14 años que está expuesto al mismo tipo de pornografía, podría terminar con una disfunción sexual porque el cerebro está programando los circuitos que van a servir para la función sexual, y si eso se absorbe en ese momento crítico, eso podría volverse normativo, haciendo que el sexo normal no pueda disparar la respuesta que tendría que disparar porque ya ha sido programado y adaptado a cosas bizarras y raras. Es por eso estamos empezando a ver disfunciones sexuales en gente cada vez menor.

P. ¿Cómo han impactado las pantallas y las nuevas tecnologías en las adicciones?

R. Es muy difícil decirlo porque la ciencia es muy cuidadosa, muy rigurosa, tiene sus métodos y su ritmo. Y ese ritmo no tiene nada que ver con el de las tecnologías que estamos tratando de prevenir o de regular o de entender. Hay un desfase entre lo que podemos estudiar y lo que es relevante desde la perspectiva de salud pública. Y ese desfase crea el potencial para un experimento a escalas bíblicas. La posibilidad de que haya una relación adversa entre algunos aspectos de las redes sociales y la salud mental es tan potencialmente dañina, que tenemos que ser mucho más precavidos y cautelosos con lo que estamos haciendo. Por lo menos, posponer la exposición a pantallas hasta los 16 años.

P. Cuando habla de potencialmente dañina, ¿se refiere al riesgo de adicción a las pantallas?

R. Sí, porque los algoritmos son adictivos. ¿Quién inventó ese scrolling de la pantalla? Eso es adictivo. Los algoritmos son un laboratorio de dopamina de las plataformas, que estudiaron cómo hacer más adictivas estas plataformas. Sobre todo para los chicos que gravitan tantísimo hacia la comparación social, que dependen tanto del feedback de la comunidad. Todo eso es sumamente adictivo y crea hábitos, en muchos casos, patológicos.

 


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